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Mi abuelo… Un día de septiembre 

Mi abuelo… Un día de septiembre (que debió ser 15) se embarcó en una aventura que él creía era político-patriota al aceptar una invitación de un miembro del gobierno cantonal; y es así como ese 15 de madrugada mi abuelo se dirigía  por primera vez a la lejana  capital, y, dejaba un poco nostálgico su Morazán natal.

La invitación incluía: viaje, entretenimiento patrio ¡claro! y comida. Es que no se podía pedir más y todo esto… ¡gratis!

Sus compinches de aventura eran por decirlo con respeto muy variopintos. Algunos ya cuando ingresaban al suelo patriótico de la capital no sabían ni donde ni qué andaban haciendo. Es que el guaro te puede traicionar hasta en los momentos más gloriosos de tu vida. Más de uno se quedó fondeado en el bus. Eso tiene los viajes largos, te da tiempo para todo. Al evento era en un estadio que todavía estaba recién repellado y pintado. Hace muchas lunas de aquello, pero sigue siendo “Mágico”.

En orden marcial y en fila india según les indicaban, ingresaban al recinto, pasmados de aquella inmensidad y azorados de tanta gente y bulla. Intentaron agruparlos y sentarlos en orden, pero la disciplina no es nuestro fuerte y que el barullo de tanto patriota tampoco hacía fácil la labor.

Se desgranaron como el maíz. Y poco a poco se fueron diluyendo entre todo aquello. Mi abuelo estupefacto de aquel panorama anárquico e interesante a la vez, se quedó, sin querer, en la parte superior del graderío y en un pasillo (craso error) alguien lo empujó hacia abajo y cayó encima de alguien que lo rempujó más abajo y así hasta quedar a ras de suelo, mallugado en las primeras filas de abajo. Por sentido común, por falta de alguna vereda segura que seguir o lo más seguro que no se podía mover muy bien después de aquel atraco. Se quedó ahí a recuperar cuerpo y amor propio.

Terminado el festejo del cumpleaños patrio y minimizado el ajolote mi abuelo empezó a otear hacia arriba para, por lógica, intentar desandar lo andado. La sorpresa se fue haciendo mayúscula cuando a pesar de tener vista de tirador de conejos las caras que divisaba eran claramente de compatriotas. No se divisaba ningún sueco o mongoles, etc.

Cabe destacar que las altísimas autoridades ya habían puesto su estampa en otros lares. No distinguía ni vecinos de juerga ni de cantón, no se sabe cómo logró llegar a donde se habían apiado del bus, que ya no estaba  con él la comida prometida ni un regreso seguro. Mi abuelo nervudo pero delgado, de sombrero ancho, cincho grande, reloj de plata y bigote fino, no se amilanó y con andar seguro y pipa en mano preguntó y preguntó hasta que dio con un camión (con el que tenía asegurado el regreso) pero sin comida y rozándose de piel y con aromas extraños  de individuos que él no conocía.

Así horas hasta que llegó al hogar dónde pidió cuajada del día y tortillas recién hechas  y luego juró no volver a meterse en la alta política-patriota, bueno, tal vez  sí, pero, desde la casa que es más seguro y  sin tanto ajolote. El abuelo si desfiló, pero no el desfile tradicional, sino más bien un desfile de buenos deseos e ignorancia.

Creo que así somos la mayoría de patriotas en este nuestro país de “azul y blanco”.